En la actualidad es complicado encontrar opiniones que, en lugar de criticarlo todo, se animen a presentar soluciones, aunque unas sean más viables que otras. Debemos de acostumbrarnos todos a cuando no nos gusta algo aportemos cuál es nuestra solución, lo otro es demasiado fácil y lo que hace es enturbiar y enrarecer la convivencia.
Este sábado he leído este artículo en el País (Tomar el valle de María R. Mestres) que aporta una solución a un tema que está candente. Por supuesto que no gustará a todo el mundo, pero es la riqueza de la democracia, que haya diversidad de opiniones.
Aquí os lo dejo, para el que quiera leerlo.
El presidente Sánchez ha establecido como una de las
prioridades de su Gobierno decidir el destino del Valle de los Caídos, el
colosal mausoleo donde están enterrados Franco, José Antonio y miles de
soldados nacionales y republicanos, algunos exhumados sin permiso de las
familias para completar el proyecto del dictador. El monumento es problemático:
conmemora la victoria de un bando sobre otro, haciendo de las personas
enterradas meras piezas de un sistema de representación.
Los planes del Gobierno parecen sugerir que los
únicos restos que dan significado al monumento son los del dictador, como si
los otros miles de cuerpos supusieran un problema ideológico menor. Sin
embargo, mientras Cuelgamuros sea un cementerio no se podrá sustraer al ideal
que lo levantó. El Valle de los Caídos no se fundó como cementerio civil, no
puede ser Arlington. En este último, conmueve la sobriedad de las tumbas idénticas,
con la misma lápida blanca donde se leen el nombre, el rango, las fechas de
nacimiento y fallecimiento, y el lugar donde cada persona perdió la vida. Por
el contrario, la identificación es un lujo en el Valle de los Caídos. Miles de
cadáveres yacen anónimamente, celebrando la patria que les dio muerte.
Para que la democracia pueda apropiarse el Valle
tendría que dejar de ser un cementerio. No puede albergar caídos por ninguna
patria, porque esos caídos no estaban siquiera de acuerdo sobre la patria en
cuestión, y nuestra posición colectiva sobre el conflicto tiene que ser clara.
Es cierto que, aun exhumando todos los restos, una arquitectura tan marcada por
la historia seguiría dificultando determinar el futuro del monumento. La única
solución parecería ser entonces convertirlo en otro centro de peregrinaje: si
ahora son los nostálgicos del régimen quienes lo visitan, al transformarlo
podrían ser los descendientes de sus víctimas. Pero esta transformación daría a
entender que el concepto de memoria abarca únicamente la historia que no se
pudo contar durante la dictadura y que nuestro trabajo, como herederos, se
limitaría a recordar a aquellos que la padecieron. Sin embargo, cuando un país
ha estado tan dividido durante tanto tiempo, todos somos necesariamente “hijos
de los vencedores y de los vencidos”, y todos tenemos derecho a querer y a
honrar en privado a nuestros familiares. Las diferencias de bando son una
herencia que se nos tiene que explicar, pero que no puede dar forma a nuestro
espacio público.
La construcción del monumento empezó al acabar la
guerra, y se utilizó mano de obra forzada republicana. Pensar que la historia
del Valle de los Caídos es la de la Guerra Civil es reductor: cada piedra nos
cuenta además la historia de su construcción. Esto no se tiene en cuenta cuando
se decide sobre su destino, puesto que se piensa más en el símbolo ideológico
que en la realidad material que lo sustenta. Hacer del Valle el monumento a los
que no lo tuvieron olvida que su construcción tiene también una historia
propia, con el telón de fondo de la dictadura, y que nada impediría que se
abordasen como dos relatos distintos. El primero, el de la historia del Valle,
recordaría a quienes participaron en su construcción, ciudadanos de una España
vencida o de una España pobre que buscaba trabajo después de un conflicto que
había destrozado el país.
El segundo es el que se nos tendría que enseñar en
las escuelas. Haciendo esta diferencia y practicando esta autorreferencialidad
con respecto al monumento, neutralizaríamos la ideología que lo inspiró y
liberaríamos, para apropiárnoslo, un espacio al que devolvemos su historia. El
Valle de los Caídos podría entregarse entonces a los ciudadanos como está, pero
sin tumbas, para que a lo largo de los años lo aprovechen como estimen: como
centro cultural, de conferencias o cualquier otro uso, a condición de que en
muros y recintos esté siempre presente la historia de su construcción.
En Berlín, el edificio del ministerio de aviación
nazi y luego casa de los ministerios bajo Stalin alberga hoy el Ministerio de
Finanzas. En la fachada que da a la avenida que lleva a Potsdamer Platz, hay un
mural comunista que muestra la gran marcha del proletariado hacia la
modernidad. En 2000, el artista Wolfgang Rüppel realizó frente a él una
instalación con la fotografía de una de las primeras manifestaciones
anticomunistas del Este, el 17 de junio de 1953. La fotografía tiene las mismas
dimensiones que el mural del que es reflejo. En espacios semejantes, Berlín no
fosiliza ni destruye su historia, sino que la muestra. Como la fotografía de
Rüppel, que desmiente el realismo socialista del mural, habría que contar la
historia del Valle y mostrar cuanto esconde su grandilocuencia. Cuelgamuros no
está en el centro de Madrid, pero es tan nuestro como la Gran Vía o la Puerta
del Sol. Solo tendríamos que tomarlo.
María R. Mestres es licenciada en
Letras por La Sorbona y la EHESS de Paris, y doctoranda en el Freie Universität
de Berlín.
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