La novela cuenta las relaciones de dos familias, que al principio de la historia estuvieron unidas por una estrecha amistad, a lo largo de unos treinta y cinco años, y cómo después fueron mediatizadas y condicionadas por el conflicto de ETA.
Una familia de
las familias está compuesta por cinco miembros, el marido trabaja de operario
en una fundición, la mujer es ama de casa, dos hijos, uno que se mueve en los
círculos abertzales y de la kale barroka y el otro más joven, retraído, amante
de la lectura y estudioso del euskera, que maneja con facilidad y calidad; y
una hija, enamorada de un español, que rechaza con determinación todo lo
relacionado con la banda terrorista.
El hijo que
acaba siendo militante de ETA, responde al tópico del hombre de acción de ETA,
con poco cerebro, mucha testosterona y nula capacidad de análisis
sociopolítico, es decir, fácilmente manipulable por los políticos de la
izquierda abertzale, primero, y por la dirección de la banda, después. Su
proceso de desencanto con la lucha de ETA se resuelve rápido y con demasiadas
elipsis. Además es incapaz de aceptar el modo de vida de su hermano escritor —a
quien desprecia por considerarlo un débil—, se hunde en la espiral de la lucha
armada, mientras el intelectual carga con la culpa hacia las víctimas de su
hermano y sus compañeros. Este se apoyará en su hermana.
La otra
familia tiene cuatro miembros, el marido es dueño de una empresa de transporte
con un grupo de empleados, la mujer también es ama de casa, tiene un hijo que
es médico que trabaja en un hospital fuera del pueblo, tímido y muy vinculado a
la madre; una hija que coquetea durante un tiempo con el nacionalismo y llega a
respaldar la violencia, que estudia derecho en Zaragoza por decisión paterna.
Lo significativo
de los hijos de este matrimonio tras el atentado es la inversión que sufren en
sus respectivos papeles de género, partiendo de la lógica social: él se niega
toda felicidad, llegando a romper una buena relación de pareja, adquiriendo como
único objetivo: proteger a su madre; mientras que su hermana empieza a llevar
una vida de relaciones, incluso sexuales, muy disparatada.
El peso de la historia y el
protagonismo recae sobre las dos madres, Miren y Bittori, que en el pasado fueron
muy buenas amigas que compartían intimidades. Aunque de diferentes caracteres,
tiene en común que ambas son fuertes, dominantes, seguras; son dos modelos perfectos
del matriarcado vasco.
Miren, en un principio
ajena a la causa vasca, se convierte poco a poco en una nacionalista feroz por
apoyar a su hijo, mientras que su marido solo desea algo tan sencillo como imposible:
recuperar a su hijo, aun a costa de traicionar sus propias convicciones.
Bittori al final sólo
persigue un objetivo: saber.
Los dos maridos pertenecen
y se mueven en el mismo círculo: club de ciclismo, partida de mus con su copa
de vino en el bar, calzonazos sin opinión en la casa, donde el poder lo ejercen
las mujeres. La diferencia es que uno es un emprendedor y el otro un hombre sin
iniciativa que sigue su rutina y su único desahogo es cultivar una pequeña
huerta para consumo propio.
Las dos familias viven
frente por frente, se conocen desde siempre, son de la misma clase social, son
vascos, en ambas los hijos enfrentan dificultades en su vida personal, pero no
pueden volver a convivir, a partir de cierto momento.
El fanatismo y el crimen
destruyen la amistad entre ambas familias, convirtiéndolas en víctima y
verdugo, afectando por dentro a todos sus miembros, aunque no a todos de la
misma forma.
El lugar en el que viven las
familias, y se desarrolla la mayor parte de la novela, es un pequeño pueblo
cercano a San Sebastián.
Cuando la familia sale
fuera del País Vasco, se descubren de inmediato extranjeros, estigmatizados
como “terroristas malditos”, objeto de odio, miedo y desprecio por parte de los
españoles.
También hay
dos personajes que, a pesar de tener poca presencia tienen su relevancia por el
papel que juegan en la trama: el sacerdote de la iglesia del pueblo y el
camarero que rige la taberna en la que se congregan los jóvenes abertzales.
A lo largo de
la novela se tratan bastantes temas, aunque algunos de forma anecdótica o de
pasada: los atentados de la banda terrorista, la extorsión del llamado
“impuesto revolucionario”, la soledad y el bullying social al que fueron
sometidas algunas personas y familias que no exteriorizaban su comunión con el
ideario de ETA, cómo es el ambiente y la convivencia aislacionista de un pueblo
dominado por la cultura de la izquierda abertzale, el silencio de gran parte de
la sociedad vasca, las formas de la kale borroka, las torturas perpetradas por
los cuerpos de seguridad del estado, la dispersión de los presos vascos y el
sufrimiento que ello causa a sus familias, el dolor que acompaña a las víctimas
del terrorismo, el difícil camino hacia la asunción de la culpa (personal y
colectiva), los atisbos de una cierta reconciliación, el papel de la Iglesia,
avances sociales como el matrimonio homosexual, el papel de las cuidadoras
inmigrantes,…
El orden de
los capítulos no es cronológico, pero los saltos temporales, hacia adelante y
hacia atrás que plantea la novela, no supone una dificultad para seguir los
avatares de cada uno de los personajes principales de la historia. Sí hay que
señalar que quizás ayuden los ejes que parten la novela en dos: “antes” y “después”:
el asesinato de Txato, y el anuncio del fin de la violencia por parte de ETA.
Algunas acciones
se nos ofrecen desde diversas perspectivas de los personajes, lo que enriquece
la historia, otras quedan en la penumbra. Sin embargo, a través de la historia
de estas dos familias empieza a delinearse una estructura parabólica: primero,
la cercanía se transforma en hostilidad y ruptura; después, muy lentamente, se
abre paso una reconciliación frágil, precaria, a medias, pero reconciliación al
fin. Se atisba en ello algo de esperanza.
En esta
encrucijada, que parece sin salida, la única posibilidad que muestra el autor
es rechazar cualquier generalización altisonante y apostar por la lenta, ardua
y a menudo dolorosa reconstrucción de los lazos personales —amistosos,
vecinales, humanos— que la violencia había destruido. El perdón no es
colectivo, sino íntimo; la asunción de la responsabilidad y el reconocimiento
de la culpa, igualmente singular y personal. De ahí que en esta novela coral no
encontremos verdaderos “villanos”: todos los personajes conservan su
complejidad, su voz propia, sus fragilidades y su verdad.
De un libro
sobre un tema semejante, cabría esperar una simplicidad tranquilizadora: la
toma de partido, la justificación o, en sentido opuesto, la condena absoluta
del terrorismo. El autor, en cambio, avanza con equilibrio sobre una línea muy
fina, evitando tanto el maniqueísmo como la tentación de la simplificación
publicista.
Los terroristas de la novela carecen por completo de halo romántico y aparecen como figuras ásperas, desagradables. Pero tampoco el Estado, en su respuesta implacable al terrorismo vasco, recibe un retrato benevolente: recurriendo a torturas contra sospechosos de pertenecer a ETA y a humillaciones contra sus familias, lejos de sofocar el conflicto, no hace sino avivar el fuego del rencor.
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