En el diario El País del domingo 19 de agosto, aparece una carta abierta al papa Francisco, cuya autora es Nancy Huston, que me parece que apunta muy acertadamente sobre el nacimiento de esta lacra y a las posibles soluciones. Me parece una aportación interesante a un gran problema en el que hay que ir sustituyendo "peticiones de perdón" por soluciones tangibles.
Querido Francisco:
Le escribo el 15 de agosto, día
de la Asunción de la Virgen María, después de haberme enterado por la radio
esta mañana, al levantarme, de otro nuevo escándalo de pedofilia que ha
“salpicado” a la Iglesia Católica —esta vez en Pensilvania—, con un millar de
niños violados o agredidos sexualmente por sacerdotes durante los últimos 70
años. Y, teniendo en cuenta la rapidez con la que los responsables se deshacen
de las pruebas y la vergüenza y la resistencia de las víctimas a alzar la voz,
podemos estar seguros de que las cifras reales son más elevadas y de que los
casos conocidos, ya de por sí numerosos, no son más que la punta del iceberg.
Probablemente le habrá llamado la
atención, como a mí y como a otros, el parecido entre esta oleada de
“escandalosas” revelaciones y la que ocupa los titulares desde hace casi un
año, relativa al acoso sexual de las mujeres en la calle y en el lugar de
trabajo. Lo que está en juego en ambos casos es la propensión de los hombres a
aprovecharse de su poder político y físico para satisfacer sus necesidades
sexuales. Si pusiéramos a disposición de los niños de todo el mundo una
plataforma de Internet en la que pudieran decir la verdad de forma secreta y
anónima, la avalancha de quejas superaría en violencia y en volumen a la
campaña de #MeToo. Es cierto que muchas víctimas de sacerdotes no podrían dar
testimonio, por su edad (18 meses, en un ejemplo oído esta mañana) o por su
pobreza (niños del Tercer Mundo que son analfabetos o no están “conectados” a
Internet).
Por supuesto, no basta con las
denuncias. Podemos gritar hasta quedarnos roncos, pero, si no hacemos algo para
eliminar los factores que favorecen estos actos inapropiados, seguirán
produciéndose. En el caso de los depredadores sexuales normales y corrientes,
es fundamental que busquemos las causas de su comportamiento sexista. En el de
los sacerdotes católicos, no hace falta buscar nada. La causa es evidente.
¿Por qué son los niños sus
víctimas preferidas? No porque los sacerdotes sean pedófilos —la proporción de
pedófilos entre ellos seguramente no es mayor que entre la población en
general—, sino porque esos hombres tienen miedo, y los jóvenes, que son más
débiles, más vulnerables y más fáciles de intimidar, tienen muchas menos
probabilidades de denunciarlos que los mayores. Si los curas sacaran sus penes
entumecidos —esos pobres órganos frustrados, eternamente reprimidos— en
presencia de sus feligreses adultos, o visitaran habitualmente a trabajadores
del sexo, los “atraparían” de inmediato. Con los jóvenes, pueden hacer lo que
quieren durante años e incluso decenios. Tienen a su alcance a todos esos niños
recién llegados al coro, las niñas que acaban de recibir su confirmación, una
joven virgen en la intimidad del confesionario, un guapo adolescente en un
campamento de verano... El poder y la influencia de los sacerdotes sobre esas
personas son sobrehumanos, casi divinos. Y pueden volver a hacer lo mismo al
año siguiente, con los mismos grupos o con otros nuevos. Esto no tiene nada de
sagrado, Francisco: es una profanación.
Salvo que creamos que los
interesados en incorporarse al clero son todos pedófilos y pervertidos, debemos
reconocer que el problema no tiene que ver con la pedofilia ni la perversión, y
olvidarnos de los clichés de una vez por todas. El problema es que a unas
personas normales se les pidan cosas anormales. La “perversión” está en la
Iglesia, en su negativa a reconocer la importancia de la sexualidad y las
desastrosas consecuencias de reprimirla.
En las últimas décadas, varios
países cristianos —o Estados no confesionales pero históricamente cristianos—
se han aficionado a denunciar las costumbres extranjeras que consideran
bárbaras o injustas; me refiero, en particular, a la circuncisión femenina y la
obligación de llevar burka. Nos gusta señalar a los que practican esas
costumbres que en ningún lugar del Corán (por ejemplo) se estipula que haya que
mutilarles el clítoris a las niñas o cubrirles el rostro a las mujeres, que
esas costumbres se inventaron en un momento histórico concreto para contribuir
a organizar los matrimonios y distribuir la riqueza. Como nos parece que esas
tradiciones son intrínsecamente incompatibles con los valores humanos
universales (libertad, igualdad y fraternidad) y los derechos individuales, en
especial el derecho a la integridad física, nos sentimos autorizados para
prohibirlas dentro de nuestras fronteras.
Pero quienes se entregan a estas
prácticas las consideran indiscutibles e inseparables de sus identidades,
exactamente lo mismo que opina la Iglesia sobre el dogma del celibato
sacerdotal. No es este el sitio en el que discutir las múltiples y complejas
razones por las que, tras la separación entre la Iglesia de Oriente y la de
Occidente, esta última decidió diferenciarse de la primera imponiendo el
celibato a sus sacerdotes. Es sabido que Jesús no dijo nada al respecto. Aunque
él no se casó, entre sus apóstoles sí había hombres casados, y, en otras formas
y otras épocas, el cristianismo ha permitido y sigue permitiendo que sus
oficiantes se casaran. El dogma católico del celibato se remonta a la Edad
Media, mil años largos después de la muerte de Cristo.
Jesús no dijo nada al respecto y
entre sus apóstoles había hombres casados.
Lo que hay que subrayar es que
ese dogma, tan dañino, al menos, como la circuncisión femenina y el burqa, es
consecuencia de una decisión histórica concreta. Y eso significa que se puede
revocar con otra decisión histórica, que solo usted, Francisco, está en
situación de tomar. Sí, solo usted tiene el poder de eliminar la obligatoriedad
del celibato para los sacerdotes católicos y, de esa forma, proteger a un
número incalculable de niños, adolescentes, hombres y mujeres en todo el mundo.
El celibato forzoso no sirve de
nada. Está suficiente y repetidamente demostrado. La mayoría de los sacerdotes
no logran conservar la castidad. Lo intentan, pero fracasan. Hay que reconocer
la verdad y enterrar este inicuo dogma de una vez por todas. Es un crimen
seguir tergiversando la realidad y perdiendo tiempo con la cantidad de vidas destruidas
por su culpa. Sabe que eso es así, Francisco; todos lo sabemos. El papel de la
Iglesia no es proteger a los poderosos, sino a los indefensos, no a los
culpables, sino a los inocentes. Jesús dijo: “Dejad que los niños se acerquen a
mí, no se lo impidáis, porque el reino de los cielos es de quienes son como
ellos” (Mateo 19:14). En el último milenio, ¿cuántos millones de niños se han
apartado de la Iglesia, asqueados de ella, sin poder acudir a Jesús después de
haber vivido este trauma?
Por eso le pido, Francisco, que
tenga el valor para decir BASTA. Como autoridad suprema de la Iglesia católica,
sería, con gran diferencia, el acto más importante, más valeroso y más
cristiano de todo su mandato. Sé que no lo haría en busca de gloria personal,
pero es indudable que se la daría. Los sacerdotes y sus congregaciones le
rendirían homenaje eterno por su clarividencia, su humanidad y su sabiduría.
Sea valiente, se lo ruego. Ha
llegado el momento. La Iglesia debe dejar cuanto antes de permitir (es decir,
perpetuar, es decir, cometer) unos crímenes que han arruinado tantas vidas en
todo el mundo durante 10 siglos. ¡Di BASTA, Francisco!
Y si no lo dice, al menos, tenga
la amabilidad de explicarnos las verdaderas razones de su decisión.
Nancy Huston es escritora. Uno de sus libros recientes La especie fabuladora (Galaxia
Gutemberg).
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia
Publicado en El País
del domingo 19 de agosto de 2018 (Pág. 4). Título: Carta abierta al papa Francisco.